El trabajo de Tadeo Muleiro asume el complejo desafío de cruzar la exuberancia formal de ciertas culturas autóctonas de nuestro país con las exigencias conceptuales del arte contemporáneo. La tarea no es sencilla. Como sabemos, el arte actual no es afecto a recuperar los legados visuales del pasado anterior a la modernidad, y mucho menos, a fijar su mirada en la creación no occidental. Sin embargo, este hecho no parece amedrentar al joven artista argentino, quien en los últimos años ha desarrollado una frondosa producción que sostiene la rigurosidad de este proyecto.
El cruce se demuestra particularmente fértil, no ya por las herencias que evoca sino más bien por las fricciones que genera. Para un artista que comienza a producir en el siglo veintiuno, que se forma en el marco institucional de la contemporaneidad, que vive inmerso en el universo tecnológico y habita en una gran ciudad, es evidente que no se trata de recuperar los valores de una cultura por completo ajena a nuestra idiosincrasia, y en gran medida, incomprensible a nuestros ojos. Tampoco, de recurrir a ella en la búsqueda de inspiración formal o de motivos temáticos poco habituales. Ni siquiera hay una voluntad por esgrimir el blasón político de la reivindicación de los pueblos originarios. Hay, en todo caso, un terreno disponible a la investigación que permite tensionar el presente, y que se manifiesta mediante un rico universo simbólico que no cesa de interpelarnos desde su extrañeza radical.
Este legado ancestral sirve a Tadeo Muleiro para erigir una mitología íntima que adquiere los visos de un drama doméstico. Los títulos de sus trabajos así lo señalan. Papá y mamá (2006), El hijo (2008), La casita (2010), Los hermanos (2010), El abuelo (2012), El padre (2015) van elaborando una narrativa en la que se entrecruzan diferentes entidades cosmológicas con instancias precisas de su vida personal. Aunque cada obra hunde sus raíces en ceremonias y leyendas consuetudinarias, la actualización de éstas produce interacciones inmediatas con nuestro tiempo, y multiplica sus proyecciones imaginarias y simbólicas. Por otra parte, la continuidad de las piezas va construyendo una suerte de suprarrelato familiar que integra elementos de diversas fábulas y ritos locales de manera libre y por momentos, caprichosa. Y es que el artista no busca reproducir ni traer al presente unos valores y significantes que ya no pueden vivirse o interpretarse en su forma original, sino que apela a ellos para elaborar un universo propio, en el cual resuenan con un timbre singular. No hay una traslación de personajes y situaciones míticas al marco conceptual del arte contemporáneo, sino una apropiación que busca reenergizar su potencia visual y su discursividad.
Para llevar adelante esta tarea, Tadeo Muleiro toma como referencia el Manifiesto antropófago (1928) de Oswald de Andrade, y en particular, sus derivaciones en el campo de las artes plásticas. Los artistas inspirados en él sostuvieron la necesidad de consumir y metabolizar las influencias externas en la creación de una producción propia, arraigada en lo local. Muleiro lleva estas ideas a la literalidad en sus primeras pinturas, aunque de una manera lúdica cercana a la ironía. Ricas señoritas (2005), Marilyn sabrosa (2005), entre otras, ponen de manifiesto esa necesidad de asumir, pero también de abandonar, la herencia visual de los grandes maestros de occidente para emprender un camino único y personal.
Este camino se perfila con mayor claridad al año siguiente con la realización de Papá y mamá (2006), una escultura blanda de grandes dimensiones que representa a una figura masculina y otra femenina compartiendo el mismo cuerpo, pero de espaldas. Aquí, las remisiones a las leyendas y los símbolos de origen prehispánico aparecen con mayor contundencia. El personaje es un ser hermafrodita que encarna la vida y la muerte, la amenaza y la protección, y que engendra niños con cabezas de calaveras, jaguares y serpientes. Su cuerpo colorido se organiza alrededor de una genitalidad exacerbada, y unos brazos/tentáculos que se abren extremando su proyección sobre el espectador.
En esta pieza aparecen las características que identificarán buena parte de la producción posterior del artista: un cromatismo saturado y vibrante, vehiculizado a través de formas inspiradas en el arte precolombino de nuestro país (como la cultura de la Aguada) y de otras regiones de América Latina (cultura Azteca de México y Chavín en Perú). Estos elementos pueblan cuerpos construidos con tela y vellón, guata o goma espuma, y que son, al mismo tiempo, planos y volumétricos (y por lo tanto, se ubican a medio camino entre la pintura y la escultura). Son cuerpos que encarnan valores simbólicos y conforman algún tipo de escena, explícita o implícita. En Papá y mamá, esta escena es un nacimiento: niños y serpientes se asoman por la vagina dilatada del personaje femenino.
Toda la realización de estas piezas es de carácter estrictamente artesanal. Son elaboradas y pintadas por el artista y no se repiten jamás. Cada uno de los niños y animales que surgen del vientre de la madre posee patrones únicos. Debido a esto, cada proyecto insume un período de producción considerable, que se suma al que exige su planificación y desarrollo conceptual.
En El hijo (2008), el personaje central está encarnado por un calco del artista. La escena muestra al hijo, “mitad hombre mitad mito, revestido por imágenes sagradas”, saliendo de “la vagina de la Tierra”. Esta vagina hace las veces de cuna y de nido, pero posee unos tentáculos mullidos que la transforman en un espacio, al mismo tiempo, acogedor y amenazante. En una fotografía de registro, Muleiro aparece durmiendo al lado de su doble inanimado, reforzando el sentido fantasmagórico de este doppelgänger inerte y siniestro.
En forma simultánea surge la Caja roja (2008), un cofre de madera entelado que contiene una calavera y un puñado de serpientes realizados en paño policromado y que incluye un libro – también blando – con bocetos en acuarela, acrílico sobre tela y paño rellenodel proyecto El hijo. Como la Caja verde (1934) de Marcel Duchamp, se configura aquí una suerte de museo privado, en miniatura, que posee un correlato en obras de mayor envergadura destinadas al espacio expositivo. Sin embargo, a diferencia de la realizada por el artista francés, la Caja roja no constituye un registro ni un inventario. Es, más bien, un documento de trabajo, un recipiente que atesora ideas en estado germinal.
El brujo (2008) introduce un nuevo elemento en el trabajo de Tadeo Muleiro. Ahora, el componente escultórico central se ha convertido en un traje, en una suerte de escultura para habitar. La cabeza porta una máscara de madera y papel maché que agrega nuevos materiales al repertorio de los recursos formales del artista, mientras aparecen también ciertos objetos escenográficos –como un sable y una calavera real– que se suman a los realizados en tela pintada.
La vestimenta toma como base un kimono, y el sable recuerda al arma característica de un samurái. Esta mixtura cultural es significativa. No ya porque postule algún tipo de cercanía entre dos extremos del planeta, sino porque parece decirnos algo sobre el horizonte cultural del propio artista. En efecto, Tadeo Muleiro crece rodeado por el universo visual del manga, el animé y las series televisivas del tipo de los PowerRangers o Los caballeros del zodíaco. Esos toques orientales son, sin duda, un guiño hacia su propia ecología imaginaria, hacia los seres mágicos que pueblan su adolescencia y que representan lo más próximo al mundo mitológico que un joven urbano suele estar.
El brujo se presenta a través de una serie de fotografías que lo muestran como protagonista de una situación amenazadora. Frente al Árbol-bañera (2007), ataca con su sable al hijo y lo deposita en la tina que se encuentra al pie de la plantación. La acción se desenvuelve mediante una escena a medio camino entre el ritual sagrado, la pintura heroica a la manera de Jacques-Louis David y la película de clase B. El cromatismo exacerbado, la artificialidad de la ambientación y las poses rígidas disminuyen el nivel de dramatismo de este personaje que simboliza el nexo entre los vivos y los espíritus.
Algo similar sucede en el video de Los hermanos (2010). Aunque representa la contienda entre dualidades existenciales, entre la luz y la oscuridad, el principio y el final, la puesta en escena recuerda, en alguna medida, a los combates de lucha libre transmitidos por la televisión. No obstante, la lenta coreografía de los cuerpos genera un clima atrapante que deja de lado la referencia medial. La violencia crece, y con ella, la compenetración de los combatientes en su labor. Al final, cada uno retoma la posición original en la arena como si fueran a volver a empezar.
La pieza está interpretada por el artista junto a su hermano Emmanuel. La implicación familiar relativiza la carga ficcional y le otorga un espesor dramático singular. Hay aquí una referencia a las rivalidades infantiles, a las competencias primeras que van conformando la personalidad. Hay, también, una reminiscencia a las riñas de gallos que la dota de cierta atmósfera telúrica, por completo acorde al proyecto llevado adelante por el realizador.
En La casita (2010) se retoman los tópicos del nacimiento y la fertilidad a través de la figura paradigmática de la Pachamama. “Ombligo de la Tierra, generadora de todo lo viviente, madre del Sol y de la Luna”: así se la describe en una ilustración dedicada a ella algunos años más tarde. La obra está compuesta por una tienda de tela pintada con la capacidad para acoger al espectador. Por afuera está recubierta de círculos coloridos, más bien ornamentales, pero en su interior despliega una rica iconografía de animales y plantas que inflaman las paredes de energía y vitalidad. Si los trajes permitían que el artista habitara la escultura, aquí es el público quien ocupa ese lugar.
Los dos videos que continúan la saga familiar se apartan un poco de los temas precolombinos. El primero (El abuelo, 2012), debido a la incorporación de la historia política local que desvía la atención hacia ese luctuoso episodio del pasado argentino que se conoce como La conquista del desierto (1878-1885); el segundo (El padre, 2015), porque se plantea como un homenaje al padre biológico fallecido. Si bien ambos están protagonizados por personajes que portan trajes similares a los anteriores, éstos son ahora mucho más abstractos y de marcada vocación geométrica.
El abuelo es el primer video que despliega un relato en el sentido clásico del término. Cuenta la historia de un espíritu indígena que se traslada del campo a la ciudad para manifestarse frente a la estatua de Julio Argentino Roca, el brazo principal de la campaña militar que exterminó a gran parte de los indígenas de nuestro país. A diferencia de los trabajos anteriores, está situado en locaciones reales de la provincia y la ciudad de Buenos Aires. No obstante, el peregrinaje de este ser extraño a los ámbitos que recorreapenas conmueve el entorno; más bien pareciera estar integrado a él o existir en un nivel de realidad paralelo que le asegura cierta independencia de acción.
El padre es un video oscuro. El personaje principal es una especie de espíritu cargado de espejos que reflejan su alrededor: el interior de una casa lúgubre, abandonada, con las marcas de los restos de una fatalidad. El protagonista deambula lentamente, como si hiciera un reconocimiento del lugar. Se detiene en una fotografía familiar, cuelga una pintura y un par de esculturas sobre la pared, y luego se marcha. Las obras pertenecen a Carlos Muleiro, artista plástico y padre de Tadeo, fallecido en un confuso incidente en ese mismo sitio.
El rostro espejado recuerda al de la figura encapuchada de Meshes of the Afternoon (1943), de Maya Deren y Alexander Hammid. Una profundidad psicológica similar atraviesa también a esta obra, que se propone como una suerte de exorcismo de la tragedia inesperada. Si bien todos los trabajos de Tadeo Muleiro ponen de manifiesto algún tipo de rasgo de carácter personal, éste es sin dudas el más autorreferencial y más íntimo.
La salamanquera (2014) sigue la línea de los proyectos basados en leyendas autóctonas. Aquí, el artista ofrece su propia versión de las historias que rondan al mito de la cueva de La Salamanca. En una serie de pinturas en las que la noche se representa en tonos intensos de azul, se muestran los aquelarres, las ceremonias, los desafíos. Los seres humanos conviven con animales amenazadores que ponen a prueba su valentía o los torturan. Aparecen, asimismo, algunos personajes reconocibles, como el basilisco, el chivo, la serpiente, los cuervos, el Zupay o diablo criollo. Éste adquiere consistencia en una escultura blanda de cuerpo negro y máscara roja, presentada en la Galería Ro en el marco de una exposición individual.
Estas piezas se complementan con un video que traspone la fábula a un entorno urbano. La protagonista es ahora una mujer seducida por un bailarín con una máscara de chivo. En lugar de realizarse en las profundidades, la ceremonia iniciática se lleva a cabo en una azotea, en la oscuridad de la noche. De ella participan el Supay y el abuelo, pero por primera vez estos personajes ocupan un rol secundario en la trama. El video está editado como un filme argumental, siguiendo todas las normas del montaje audiovisual cinematográfico. La estricta observación del verosímil fílmico lo aproxima al género fantástico, mientras la banda sonora le otorga un tono realista ausente en otros trabajos del autor.
En forma paralela, Muleiro confecciona unas ilustraciones que reúne bajo el título de Seres sobrenaturales de la cultura popular argentina (2011-2012). Este inventario de quimeras funciona, al mismo tiempo, como un catálogo de obras ejecutadas y de proyectos a realizar. Incluye a la mayoría de los personajes involucrados en producciones anteriores (Los hermanos, el abuelo, el árbol-bañera/axis mundi, el brujo, el Supay), y deja abierta la puerta a la aparición de otros en los años futuros. Su formato regular enmarcado en figuras geométricas recuerda fugazmente a las cartas del tarot, con su simbología extraña, rica y elocuente.
Por otra parte, las ilustraciones no ocultan su familiaridad con el lenguaje del comic. Las figuras se ubican de manera frontal y parecen abalanzarse hacia adelante desde los fondos geométricos, como si quisieran acaparar la atención del observador. Son figuras-en-acción, seres que prometen aventuras, instrumentos de una narrativa en desenvolvimiento inminente.
En su mixtura de referencias culturales heterogéneas, en su conjunción de una diversidad de materiales y medios plásticos, en su interpolación de la tradición legendaria con la contemporaneidad, la obra de Tadeo Muleiro participa del festín antropofágico que reivindica la hibridez desprejuiciada por sobre las restituciones exactas de las costumbres. Y lo hace a través de una mitología de seres llamados a habitar extemporáneamente nuestro mundo, a cobrar vida en relatos situados en sus rincones, a adquirir un cuerpo que les otorgue una presencia insoslayable. Una actitud que pareciera hacer suyas las palabras de Oswald de Andrade, quien en su Manifiesto antropófago aseguraba: “El espíritu se rehúsa a concebir el espíritu sin cuerpo”.