¿No es acaso sincrético el conjunto de lo real, lo que hace del
concepto de sincretismo algo tan general que lo vuelve superfluo?
Serge Gruzinski
Ávido pero gentil, Tadeo Muleiro devora sus platos preferidos en el menú de la historia cultural. Religión, rito, leyendas ancestrales, pero también humor, cultura de masas e historia del arte son algunos de los manjares sagrados y profanos de los que el artista se nutre. El Manifiesto Antropófago de Oswald de Andrade representa uno de sus puntos de partida conceptuales, y así Tadeo ingiere cosmogonías y sistemas culturales para regurgitar luego su propia síntesis: una amalgama sorprendente, que transita lo trascendental, lo estetizante, lo técnico-artesanal, pero también lo desenfadadamente pop. Al mapa binario de la modernidad brasileña que buscaba fundir lo europeo con lo aborigen pero en un viaje inverso, Tadeo le adiciona la contemporaneidad y algunas otras geografías.
Como una trampa de la historia emplazada en un laberinto de espejos, Oswald de Andrade es fagocitado, a su vez, por su seguidor porteño del siglo XXI.
La iconografía precolombina que atraviesa toda su obra -de México a la Patagonia pasando por Cusco y Humahuaca- es a primera vista el ingrediente por excelencia, el disparador esencial; pero luego vemos que abreva también en fuentes de la cultura popular moderna y contemporánea: el cómic, las películas clase B de los ‘50, el manga japonés, el pop norteamericano, la estética de la lucha libre mexicana. A veces fundidas todas en una misma obra.
En esta operación de superponer, trasladar, cohabitar, barajar y dar de nuevo, Tadeo produce objetos de múltiples interpretaciones, más allá de su estética festiva y vistosa. El cuerpo humano como medio, como catalizador, es otra transversalidad continua en su producción. Así, danzas, rituales y trajes para vestirlo se vuelven los posibles vehículos de ese cuerpo errante en busca de lo trascendente.
Pero también obediente a su apetito terrenal voraz, profundo, caníbal.